UNO DE MIS HÉROES






(dedicado a Elliot)

Hace años un compañero de estudios me habló emocionado del nacimiento de un grupo de Rock en Huelva; lo formaban buenos músicos capitaneados por un señor al que llamaban “Macaco”. Más tarde cayó en mis manos una cinta con un nombre en su lomo: “La Banda del Krack”. Contenía virtuoso rock con originales letras cantadas por una voz que, desde lo profundo de aquella grabación, reclamaba la atención del mundo. Era “Macaco”, que sonaba llano, sincero. Me atrajo una canción que decía: “Por la mañana muy temprano, / voy al colegio y me paro en el kiosko / y me compro un donut. / A las once en el recreo / me lo voy a comer / y me doy cuenta de que es la rueda / de un camión de juguete. / Mis compañeros van y me piden / dame un poquito / pero yo no les doy / porque está muy rico”.

Por aquellas fechas se convocó un concurso-concierto para grupos locales en la Plaza de las Monjas. Habría sólo un ganador. Me inscribí. Los participantes asistimos a una reunión con los organizadores para poner en pie el evento –escandaloso chavalerío en mesa alargada-. Y, de pronto, una voz aguda –canción del donut- se elevó por encima de las demás y me preguntó –con sonriente preocupación- por el tipo de música con el que iba a competir. Acababa de conocer a “Macaco”.

Llegó la tarde crucial, con todos los músicos nuevos en la plaza afinando instrumentos. Yo llevaba un viejo teclado prestado y, por mi inexperiencia, me ubiqué en un lugar del escenario en el que no había altavoces para poder escucharme. “Macaco”, pendiente de todo, me sugirió que girara un monitor hacia mi ángulo para evitar problemas. Fue la ayuda de un tipo honrado y legal; y más, cuando lo vi convencido de que ganaría el premio. Le respondí en la misma tesitura que también yo lo intentaría.

Y comenzó el concierto: mi actuación, tímida y algo torpe; la suya, divertida y genial. El premio sería suyo. Sin duda. Pero a la hora de elegir vencedor -gran momento de honra adolescente-, sucedió que no ganamos aquel galardón ninguno de los dos. Seguramente volvimos a nuestras casas abatidos y derrotados; sin darnos cuenta de que, como el tiempo nos demostró desde entonces, ambos habíamos ganado un premio mucho más importante: nuestra amistad.

A partir de aquel entonces compartimos ideas, instrumentos, entrevistas, grabaciones y, sobre todo, aprecio. Buen amigo. Conocí la parte humana –genial- del artista: Agustín “Macaco” tenía un kiosko junto a las Teresianas donde vendía donuts a criaturas que iban a colegios, madre tremendamente seria que también vendía donuts, guitarra eléctrica Gibson de color rojo y grupo de Rock. Un héroe absoluto. También era muy aficionado a la pintura. También era hemofílico. “Macaco” un día se casó con la siempre sonriente Bella, construyeron nido y tuvieron a Elliot.

Pasó el tiempo y continuó haciendo música. Era un creador sin reglas; o con las suyas propias. Se construyó un estudio de grabación casero y se autopublicó un disco titulado “Por fin” –una desconocida y desapercibida joya cultural de nuestra tierra- donde incluyó aquella dulce canción.

Un día cualquiera supe la noticia. “Macaco” dependía de transfusiones de sangre. En una llegó el acechante SIDA. Una indemnización, una pensión y el olvido. No de sus amigos. Cuando abrí la puerta de la habitación del hospital en el que pasó sus últimos momentos, encontré a Bella que, por primera vez, no sonreía. Más allá, en la cama, estaba “Macaco”, sedado, inconsciente. Pasé días inevitables de vacío. Inevitables. Semanas más tarde, el teléfono rompió el silencio interior: Fidel preguntaba cómo guardar las guitarras de nuestro común amigo. Bella le había pedido que embalara instrumentos –y sueños- para el futuro de Elliot.

“Macaco” era un gran artista de nuestra tierra, y me duele profundamente que un creador de su calidad haya pasado tan desapercibido, como no se merecía; y que haya acabado -además- marcado con el estigma de una enfermedad que le llegó por casualidad. Su gran esfuerzo vital y creativo no tuvo más reconocimiento que un silencio inmerecido y elocuente. Un denso y elocuente silencio.

La muerte enrasa a todos, aunque unos queden dignificados mientras otros resbalan hacia el olvido. Para mí, querido amigo, siempre serás uno de mis héroes.

© David Garrido